Por Heberto Gamero
I
…Con el libro El cartero de Neruda, de Skármeta, bajo el brazo y después de una larga caminata llegamos al barrio Bella Vista en busca de la casa de Neruda —ahora una zona donde abundan restaurantes y terrazas cerveceras, muy cerca del Cerro San Cristóbal. Un hombre delgado, alto, de barba corta, como de setenta, suéter y boina negra que se cruzó en nuestro camino con mirada espectral nos indicó el sitio. Seguimos sus instrucciones y después de subir una calle con una leve cuesta nos encontramos con la casa del premio Nobel, el responsable de tantas reflexiones e inspirador de tantas almas. La Chascona (despeinada), la llamó el poeta en honor a su mujer, quien al parecer dejaba que el viento se hiciera cargo de su cabello; o quizás no era el viento sino los dedos abiertos del poeta que se paseaban apasionadamente sobre la cabellera de su amada. Su construcción comenzó en 1953 cuando el poeta era amante de Matilde Urrutia y la utilizaban como su refugio secreto. Un par de años después Neruda se separa formalmente de su segunda esposa y decidieron ampliarla y ocuparla definitivamente. La entrada es sólo una puerta de madera fijada en una gran pared sin mayores detalles, algo sencillo, sin porche externo ni portones imponentes, sólo una puerta de madera sobre una acera angosta de una calle cualquiera llena de vecinos cotidianos. Al traspasar dicha puerta un mundo de frescura se abre ante la vista en medio de un espacio tan singular como los versos del poeta. Y es que las dependencias están separadas, sólo unidas quizás por las escaleras al aire libre y los pasillos empedrados que llevan de un lugar a otro. Pero lo que más cautiva es el riachuelo que baja de la montaña y atraviesa la casa por debajo; para ello Neruda hizo construirla con cierta elevación precisamente para disfrutar del sonido del agua día y noche, como una lluvia continua, como las olas del mar, fuente de inspiración de la mayoría de sus obras.
La dependencia principal es más bien rústica, de dos pisos en forma de barco como la casa toda. De la planta baja, pintada de amarillo y con marcos, puertas y ventanas en blanco, sobresale un gran ventanal de piso a techo que como la punta de una proa mira hacia la ciudad como si fuese el vidrio que en los buques separa al capitán del amplio mar. Dentro, un sin fin de perifollos cubren la estancia como si de una tienda de adornos se tratara: floreros de variadas formas y colores, lámparas de barco, abanicos gigantes, fotos de poetas y escritores, cuadros sobre las paredes de piedra, botellas azules, verdes, grandes y pequeñas, sombreros, muñecos de madera, de plástico, mapas… El guía comentó que cuando alguien llamaba al poeta coleccionista, éste lo corregía y le decía que no, que él era sólo un cosista, porque cualquier cosa le parecía bella y digna de ser exhibida; y tenía tantas como para llenar un museo de considerables proporciones, sin exagerar.
En el segundo piso, pintado de un azul subido, también con marcos de puertas y ventanas en blanco, una terraza preside el templo del escritor, un pequeño cuarto con escritorio frente a la ventana que deja la mirada libre para llegar hasta las montañas nevadas, más allá de los árboles que rodean la casa y los edificios que limitan la ciudad; es el sitio donde Neruda se eleva con las musas y las hace suyas en medio de caricias vocales que ellas no pueden resistir. En el ambiente flotan las palabras del poeta, se siente el suave olor de aquéllas, se escuchan sus cánticos a través de sonido de las hojas y se toca el verso en cada cosa que por no sé qué impulso uno roza con los dedos al pasar. En esta habitación estuvimos largo rato. Mi piel se erizó al ver sus lápices verdes sobre el escritorio, la silla donde se sentaba frente a la ventana, las manos de Matilde acariciando sus hombros cansados.
Salimos de esta parte de la casa y fuimos a otra totalmente diferente de paredes blancas y tejas en el techo donde se ubica el comedor y otras áreas. Sobre la mesa de madera de araucaria, larga y robusta y el piso de piedra barbarita, está todo servido: la vajilla inglesa de vistosos estampados, las copas portuguesas verdes, rojas, azules y amarillas, de vidrio grueso y dibujos en relieve, los cubiertos de plata, las sillas de espaldar alto y los cuadros de patillas, o sandías, como se les conoce por estos lados. Sólo al entrar se pueden escuchar las voces y risas de los amigos que felicitan a Matilde por lo buena cocinera que es. En el aire se ven los brazos alzados de pintores, escultores, escritores y más poetas que ríen y el choque de las copas alegra el recuerdo y trae a los sentidos el efecto del vino que se mece con entusiasmo dentro del vidrio reluciente. De pronto los invitados callan para escuchar al poeta declamando una de sus obras. Todos escuchan atentos, los ojos brillan, los corazones suspiran y los aplausos aún se sienten rebotar en las ventanas y paredes de la estancia como ecos inmortales.
No todo era seriedad; en aquellos encuentros de copas y anécdotas también el vate gustaba bromear a sus invitados. Por ejemplo, el salero de la vajilla dice marihuana y el pimentero morfina, y celebraba con gruesas risas cada vez que alguien las vertía sobre la comida. A veces se despedía por un rato y cuando todos se preguntaban dónde se había ido, aparecía por una puerta secreta que había cerca del comedor disfrazado de pirata, capitán de barco o mesonero. En una de las estancias, justo al abrir la puerta por lo que es difícil no mirarlo, hay un kaba kaba (figura representada por un muñeco con expresión malévola; tiene los ojos brotados sin párpados ni pestañas, ni labios que cubran sus dientes; sus pómulos sobresalen como pelotas al igual que su nariz y cejas forman un puente que dibuja una cruz en su rostro. Está hecho en una madera oscura, ya extinta, proveniente de la Isla de Pascua). La posición del kaba kaba debe ser, en cualquier casa, cerca de la puerta y mirando hacia ella, donde todo el que llegue lo pueda ver, ya que se cuenta que si alguien entra con malas intenciones a una casa donde esté uno de estos centinelas de aspecto alienígena y lo mira directo a los ojos, entonces quedará maldito para siempre y sus intenciones quedaran sin efecto y se le devolverán multiplicadas a quien las gestó.
Pasando el jardín y subiendo por una estrecha escalera, sombreada por altos árboles, se encuentra otra pequeña habitación donde está el salón de lectura y biblioteca. Allí reposan sus diplomas, discursos, fotos, condecoraciones y la medalla del Premio Nobel de Literatura que le fuera otorgado en 1971 de manos del Rey de Suecia. También una versión de los Versos del Capitán, un libro de poemas de amor que dedicó a Matilde cuando eran amantes. Lo hizo bajo seudónimo y aún así fue un éxito. La gente comentaba que se trataba de un libro escrito por algún comunista en mala situación y que por eso escondía su nombre. No fue sino hasta que se hubo casado que develó el secreto de quién lo había escrito. La foto de Matilde está por todos lados. Una delgada mano de bronce destaca sobre su escritorio. El poeta decía que era la mano de Matilde que lo inspiraba a escribir.
El famoso pintor mejicano Diego Rivera, dado que la relación del poeta con su amante aún no era pública, le regaló un cuadro de Matilde con dos caras; una era la de Matilde, claro, y la otra era la del poeta, cuyo perfil estaba genialmente silueteado en el cabello de la mujer, el cual se aprecia sólo después de observar con detenimiento su roja cabellera. En el estudio previo del cuadro, que Neruda tuvo oportunidad de apreciar, no aparecía esta travesura del pintor sobre el pelo de Matilde, chanza que el poeta no pudo ver ni aún terminada la obra hasta que Rivera se la señalara con cara traviesa, causando de pronto una alegre sorpresa en el vate que vio emerger su papada, calva y nariz, entre los cabellos de su amada. El cuadro lleva fecha de 1953. En la dedicatoria dice: «Para Rosario y Pablo». Curiosamente el libro Los versos del capitán, de supuesto autor anónimo, está dedicado a Rosario de la Cerda, y el nombre completo de Matilde era Matilde Rosario Urrutia de la Cerda.
Una placa de mármol destaca el nombre del poeta Jan Neruda, nacido en Praga (1834- 1891), de quien Neftalí Reyes Basoalto tomó como seudónimo su apellido. El cambio de nombre del poeta no obedece a un simple capricho, en cierta forma se vio obligado a hacerlo ya que su padre, autoritario y estricto, no quería que él fuera poeta, por lo que aún muy joven se inventa el seudónimo para poder realizar sus primeras publicaciones. En 1946 cuando ya era senador de la república, adopta el nombre de Neruda oficialmente.
En una parte de la habitación está una foto de los que más influenciaron su poesía: el ruso Vladimir Mayakof, el peruano Cesar Vallejo, el nicaragüense Rubén Darío; los americanos Edgar Allan Poe y Withman, los franceses Rambuw y Badelir; los chilenos Alberto Rojas Jiménez, Rubén Azocar, Juvencio Valles. En una esquina, entre tantos adornos y figuras, está la mesa de un café parisino donde muchos escritores famosos apoyaron sus brazos y dejaron sus prosas; la trajo en uno de sus viajes y de vez en cuando apoyaba sus codos en ella y hacía parodias sobre lo que allí se pudo haber escrito. La sala de lectura tiene el piso ligeramente inclinado, lo cual hizo a propósito para tener la sensación de movimiento de barco bajo sus pies al caminar. Con respecto a las cartas de navegación que con celo guardaba, les decía a los amigos que las tenía para no perderse. En una de las paredes hay un cuadro hecho en colores oscuros con una mujer entrada en años, realmente fea, de cara inflada, muy seria y con bigotes. El poeta decía que lo compró y lo puso en ese sitio, frente a su silla de lectura, para cuando estuviera leyendo y por cualquier cosa se distrajera y levantara la vista, y mirara a la señora del bigote, de inmediato retomar la lectura.
Al salir nos sentamos un rato en una pequeña plazoleta frente a la casa del poeta. Una fuente plana recibe un brazo del riachuelo que baja de la montaña y por gravedad lo conduce a través de un laberinto de pequeños canales que distribuye el agua de forma tal que nunca lo rebasa. Mirarlo es quedar hipnotizado. En unas columnas de granito se recuerdan algunos versos del poeta y más allá, sobre las paredes de la calle, unos graffitis dibujan su retrato y otros poemas recuerdan al escritor.
El día aún era claro y la brisa del Cerro San Cristóbal llegaba fresca y pura. Y pensar que todo está reconstruido me dijo la copiloto mientras miraba la colorida y ahora impecable casa del poeta. Así es, le respondí. Fue en septiembre de 1973 cuando, aún Neruda vivo y poco después del golpe de estado que acabó con la vida del presidente Allende, los militares la inundaron rompiendo sus cañerías, saqueando y también quemando parte de ella, que de no haber sido por los árboles cercanos que tomaron fuego y alertaron a los vecinos se habría destruido por completo.
Tomamos una cerveza en una de aquellas terrazas cerveceras cerca de la casa. Todavía las voces venían a mi cabeza y el ruido de las copas al chocar en el aire, las risas, las atenciones de Matilde y el susurro de los poemas de Neruda se acrecentaban a cada trago. Ya en el hotel, el libro de Skármeta y la dulce historia del pescador que se hizo cartero para atender la localidad chilena de Isla Negra, casa de playa donde Neruda pasó sus últimos días y donde la única persona que enviaba y recibía cartas era precisamente el poeta, me distrajo un poco de los recuerdos de La Chascona. Creo que me quedé dormido cuando el cartero, ya amigo del escritor, en su intento de también ser poeta, le pregunta a Neruda qué son las metáforas. Le explica con breves palabras, pero el cartero le pide un ejemplo. Entonces Neruda le declama un bello poema rebosante de metáforas que hace alusión al mar. Cuando el poeta le pregunta qué le había parecido, aquél le dijo que un poco raro, no el poema, sino lo que sintió mientras lo escuchaba, algo así como un mareo, como si navegara en «un barco temblando en sus palabras». El poeta asombrado le dijo: «¿sabes lo que has hecho, Mario? Una metáfora».
20-02-2007
II
Isla Negra
Aún poseído por las casas de Neruda, como si un embrujo se hubiese apoderado de mí, le comenté a la copiloto que no podía irme de esta parte de Chile sin conocer su otra casa, la de Isla Negra, donde pasó sus últimos años, donde está enterrado junto a su amada Matilde; le dije que se me apareció anoche entre sueños, que lo vi escribiendo versos y arrojándolos al mar dentro de caracoles y que de ese mar, entre la espuma blanca y bailarina, brotaban las manos de Matilde que los aprisionaban entre sus dedos para luego hundirse con ellos en el azul profundo.
Así que muy temprano tomamos la autopista hacia Isla Negra -que no es realmente una isla, sino el nombre que el poeta le dio a su casa por lo aislado que estaba y por la cantidad de rocas negras que hay a un extremo de la playa-. Siguiendo por la misma vía que en el autobús habíamos tomado hacia Valparaíso y doblando un poco antes unos kilómetros hacia el sur, atravesando varios simpáticos pueblitos de playa, llegamos a la famosa Isla Negra, según los entendidos la casa más querida del poeta y, como las otras, convertida en museo años después de su muerte. Los avisos anunciándola comienzan a aparecer desde mucho antes de llegar. A nuestra izquierda, entre casa y casa, entre pueblo y pueblo, nos sigue el Pacífico con su capa azul rey faralá y chispas brillantes que cabalgan sobre ellas como un halo interminable. Un aviso final anuncia la entrada al estacionamiento desde donde luego, a pie, se atraviesa un pequeño bosque y otras casas de aspecto acogedor para finalmente arribar a Isla Negra, un sitio mágico, místico, con el magnetismo de un castillo Medieval sin serlo, de un templo sin serlo, de un monasterio sin sus paredes frías. Lo primero que se ve en el jardín es el vagón de una locomotora antigua pintada de negro y rojo, un bote y una campana sujeta por una estructura de madera. Acerca del bote, el poeta decía que como amaba tanto al mar y no podía navegar en él porque se mareaba como ninguno, decidió poner ese bote en tierra para montarse en él las veces que quisiera y mirar al mar sin temor a enfermarse. Sobre la campana se dice que la utilizaba cuando regresaba de viaje para avisarles a los vecinos, a las garzas, al viento y al mar que había llegado, también a su amigo el cartero.
Después de hacer una pequeña cola para comprar el tique entramos a la casa. De nuevo esa sensación de ahogo, esa cuerda de horca apretando mi cuello, esas ganas de convertirme en parte de las paredes de piedra, de los mascarones de proa, de la vajilla inglesa, de las copas portuguesas, de las lámparas de barco, de las botellas de vidrio, de las mesas marinas, de los timones, de los caballos, de la rueda de carreta, de las múltiples miniaturas, de los barcos de madera, del astrolabio, de la brújula, de los bustos, de las fotos, de los cuadros, de los materos, de la chimenea, de las anclas, de las mariposas, de los kaba-kaba, de los cofres, de los tambores, de los barriles, de las lupas, de los candelabros, de los caracoles, de las campanas, de los retablos, de las máscaras, de las cerámicas, de las jarras, de los relojes, de los pisos de madera, de los de piedra, de las esculturas, de los mosaicos, de las manos, de los vitrales, de las vitrinas, de las conchas incrustadas en el piso, de los botellones de colores: azul hacia el mar y verdes y marrones hacia la tierra, y de la vista, ¡ah, esa vista!, que hace que el mar bañe con su vaho hasta el último centímetro de la casa.
Caminamos pausadamente por cada estancia. El gusto del poeta y Matilde por las ventanas de piso a techo, como en las otras casas, se mantiene en la sala, el comedor, el bar y en cada habitación. En la sala amplia, de mullidos muebles y piedra en paredes y pisos, destacan los mascarones de proa que en su tamaño original cuelgan del techo mirando hacia el centro de la estancia, y otros hacia el mar. El poeta los fue coleccionando a lo largo de su vida, por lo que en cualquier puerto, en cualquier muelle paraba a preguntar, a ver, si algún barco de los de antes había sido desmantelado y algún mascarón quizás había sido arrumado a la bahía. Muchos los trajo de Europa con su pintura descascarada y sabor a sal, algunos tuvo que restaurarlos; había mujeres, niños, piratas, marineros, reyes y reinas en actitud serena, con sus pechos erguidos, confiados en que el mar los favorecería en sus incontables viajes. En otro salón destaca la chimenea hecha toda en lapislázuli; un diseño de su amiga escultora Maria Marner, quien fue su vecina en La Sebastiana y decoró varios espacios en sus casas. Se dice al respecto que la gran cantidad de lapislázuli que se necesitó para construir la inmensa fachada de la chimenea perteneció a un minero que cuando murió le dejó a su esposa varios sacos de esta extraña piedra azul y ésta, habiéndose enterado del gusto del poeta por cualquier cosa elaborada u obtenida en condiciones especiales, se las ofreció, a lo que Neruda dijo sí de inmediato.
También abundan las fotos con sus amigos, con Matilde y su hermana Laura. Ninguna de su papá, o de su mamá, que (como ya se dijo) falleció apenas el poeta tenía un mes de nacido, tampoco de la pequeña hija que perdió el vate de su primer matrimonio. Los nombres de sus amigos muertos están grabados en la madera del techo del bar; decía que así nunca se olvidaría de ellos, tampoco los que visitaran la casa. Entre las rocas negras cercanas donde se estrella el mar, y la campana y el barco que están en el jardín, sobresale la tumba de piedra del poeta. A su lado yace Matilde. Ambos miran al mar como siempre lo quisieron. Todo acabó, por lo menos por esta vida. Con sus libros nos dejó parte de su espíritu que ahora, seguramente convertido en musa, merodea sobre las cabezas de otros poetas. Arriba, en el estudio del vate hay una mesa sobre la que solía escribir. La había recogido de la orilla de la playa después de esperar durante horas que por fin el mar la depositara en la arena. La tomó, la llevó al carpintero y se hizo fabricar la mesa. Sobre ella, como pisapapeles y al lado de sus cuadernos y plumas de tinta verde, reposan las manos de Matilde esculpidas en bronce.
Comimos en el pequeño restaurante del museo y compramos en la tienda su libro Odas Elementales, también un ancla. Al salir de la casa vi a Mario Jiménez despidiéndose del poeta cuando éste fue trasladado hacia la clínica en Santiago. Lloraba aferrado a su bulto vacío de cartas, sabiendo que jamás lo volvería a ver y que quizás no ganaría el premio de poesía porque el poeta no tuvo tiempo de aderezar su poema.
24-02-07
Heberto Gamero. Narrador venezolano, Premio de Cuentos del diario El Nacional 2008.
Pablo Neruda y uno de sus Mascarones de Proa