Por Atanasio Alegre
Cuando la mujer entró en el bar diciendo que un rinoceronte había aplastado al gato que llevaba en los brazos, uno de los parroquianos de nombre Botard, militante de izquierda, dijo que no existían tales paquidermos en el poblado y que eso correspondía a una conspiración inventada por «cierta» prensa». Su compañero de oficina, un hombre diplomado, no negó la evidencia, pero alegó que en ninguna parte los rinocerontes son tan numerosos como para alarmarse ni resultan tan peligrosos, lo que hace falta es no cruzarse en su camino.
(El lector se habrá dado cuenta que estoy glosando la obra Rinoceronte de Ionesco, uno de los maestros del absurdo).
Que se hubieran visto dos rinocerontes, uno de un cuerno y otro de dos —lo que obligó al profesor de lógica a concluir que se traba de dos ejemplares distintos, uno de raza africana y el otro asiática— fue parte del tema que se comentó un domingo a eso del mediodía en el bar de la plaza de la iglesia.
Pero la sorpresa de lo evidente, como si se tratara de una lista de presencia, la experimentó un tal Berenguer cuando la secretaria Daisy le comunicó, días después, que el ruido y los aullidos que llegaban sin sordina hasta el cuarto donde discutían provenían de una manada de rinocerontes. «El del sombrerito de paja ladeado sobre unos de los cuernos, es el lógico», dijo entonces Daisy, el profesor que habló el domingo de rinocerontes africanos y asiáticos. Por lo visto él mismo ha sido victima, de la rinoceritis a la que eufemísticamente llaman ahora la transformación.
Más tarde, a esa hora de las discusiones entre amantes, de si yo te quiero por encima de todo y ella, que eso ya lo había dicho, y él que no le gustaba lo que estaba oyendo, y como volviera a dejarse sentir el ruido de los paquidermos, Daisy se lanzó despechada escaleras abajo para incorporarse a la manada. Y no hubo manera de que Berenguer, el amante impidiera la transformación de la muchacha. ¡Pobre chiquilla abandonada en este universo de monstruos!
«Lo que pasa es que a mí no me brotaron cuernos ni se me volvió rugosa la piel y de color verde oscuro… y a lo mejor son ellos los que tienen razón».
Y de esta forma, por una razón o por otra, solamente Berenguer, el bohemio, no resultó víctima de la rinoceritis que afectó a toda una población convertida en rinocerontes sin que nadie supiera por gracia de qué.
Y ya lo ven, así son las cosas de la literatura. José Ortega y Gasset en otro contexto completamente diferente, había clamado, treinta años antes, en un artículo titulado: El error de Berenguer por la vuelta de España —entonces en dictadura— a la democracia. El artículo, de marras, el de Ortega, digo, concluía con estas palabras: Españoles, vuestro estado no existe. ¡Reconstruidlo!
Atanasio Alegre: Novelista, investigador, psicólogo clínico. Vicepresidente del Círculo de Escritores de Venezuela. Director de la Revista ConcienciActiva 21.
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Comentario de la Editora: No pareciera casual que la afilada ironía de Atanasio Alegre escriba esta narración tan peculiar en un país que, como Venezuela, se va poblando de «rinocerontes» y otros especímenes foráneos que nos están robando nuestra democracia.
Hago mías las palabras de Ortega y Gasset y le respondo a Alegre: Venezolanos, vuestro estado no existe. ¡Reconstruidlo!
Carmen Cristina Wolf