(Extracto del libro en preparación: «Forma e intenciones del lenguaje»)
Por Alejo Urdaneta
«Un arte que se sirve del lenguaje como instrumento producirá siempre creaciones extremadamente críticas, pues la lengua es en sí misma una crítica de la vida: la nombra, la toca, la designa y la juzga, en la medida en que le otorga vida»
Thomas Mann: Lessing
«La lengua y la literatura son la puerta y la ventana al mundo».
Dámaso Alonso
El tema del lenguaje suscita una pregunta: ¿En el futuro existirá aún esa línea que divide al hombre de las formas de la vida animal? El habla, como forma racional de comunicación entre los humanos, nos convierte en los únicos en tener ese privilegio. El hombre, que para Aristóteles es el ser de la palabra, inaugura con el verbo un nuevo modo de relación entre sus congéneres. El animal puede percibir con los sentidos lo que le rodea, pero es incapaz de hacer relaciones entre las diversas sensaciones. No había el mundo de la representación que consiste en la creación de nuevas formas de existir (ex sistit), estar allí, fuera de sí mismo e ir hacia el otro para crear la imagen, y con ella la relación. El hombre añade a las impresiones sensoriales las categorías de tiempo, espacio y causalidad, para representarlas individualmente en su propio mundo y luego comunicarlas mediante la palabra. Pero esa consciencia de crear mundos trajo consigo la imposibilidad de hallar algo de plena certeza, definitivo, y lo colocó ante una realidad que sólo al ser humano pertenece. La voz articulada y significante le dio el pensamiento y la flaqueza de sentirse mortal, y liberado del gran silencio pudo pensar y decir, y tuvo la consciencia de estar vivo y desear la inmortalidad, querer siempre vivir, como lo expresó Miguel de Unamuno en el desgarrado grito de su ensayo: Del sentimiento trágico de la vida. Todo ello es privilegio y fragilidad del hombre, para colocarlo como centro de la pugna con los dioses, al convertirlo en hacedor de otros hombres mediante la imaginación aliada de la palabra.
Lo dicho parece haber sido admitido sin reservas. Hemos vivido dentro del acto del discurso racional que se expresa con la palabra que otros reciben y comprenden de modo imperfecto: nunca alcanzamos la plenitud de la expresión del otro. Pero hoy no es aceptado de manera unánime que la verbal sea la única matriz donde concebir la articulación del intelecto. Y menos para otras culturas en las que prevalece el silencio: «Conocemos el sonido de dos manos que dan palmas… ¿Cuál será el sonido de una sola?». El budismo tiene el silencio como vehículo de ascenso desde lo material, el alma contemplativa trata de abandonar el lenguaje para acceder a lo inefable.
En uno de sus libros más difundidos: Después de Babel, el filósofo George Steiner ha formulado el elogio de la diversidad de lenguas y ha sugerido la conveniencia de derogar mitos que, como el de la Torre de Babel, dicen lo contrario de lo que parecen decir. En el planeta hay más de veinte mil lenguas, lo que implica que la multiplicidad de las formas verbales para expresarse procura la riqueza de adaptación de la humanidad. «Con la desaparición de una lengua, perdemos para siempre ciertas negociaciones con la esperanza», ha dicho Steiner.
La simplificación del lenguaje a que tiende la cultura occidental contiene el peligro de ir reduciendo el poder de comunicación humana. Si observamos, por ejemplo, de qué modo el inglés que se habla en todo el mundo ha simplificado la sintaxis de la lengua, para convertirla en fórmulas abstractas y simbólicas limitadas en el uso, nos vemos llevados a una uniformidad de la cultura. El angloamericano se ha constituido en una lengua predominante, quizás por el sustrato político que lo sustenta, enlazado estrechamente con la idea de progreso. Puede verse cómo la electrónica en el medio masivo de comunicación en las computadoras utiliza de modo exclusivo ese inglés concreto y unívoco para su manejo (aunque leamos después en otras lenguas el producto), y no nos deja más que la opción de formas limitadas de expresión, y debemos acatarlas si deseamos convivir adecuadamente en el nuevo estadio de las relaciones interpersonales. Todo esto sin hablar de la penetración de las matemáticas y las ciencias en todos los órdenes de perspectiva de las humanidades. La filosofía, la historia, la literatura se han visto invadidas por el código de la física o la química, y no nos asombra que se haya generalizado una variante de la lógica, denominada Lógica Simbólica, que se ha propuesto la creación de una sintaxis liberada de las imprecisiones del verbo, obra humana cargada de conceptos que no siempre logran ser totalmente aprehensibles por el intelecto pero que expresan al hombre con libertad en su situación contradictoria. Con la implantación de la Lógica Simbólica se ha ido imponiendo el razonamiento rígido matemático o científico en las manifestaciones del lenguaje y en las literarias de toda índole.
Quizás esa inclinación hacia lo abstracto sea un distanciamiento respecto de lo humano, con la intención de combatir el nihilismo moderno que vaticinó Nietzsche. En la antigüedad, el nihilismo era epicúreo y escéptico; sólo aspiraba a la serenidad del espíritu ante la adversidad; era en todas sus actitudes filosóficas un acercamiento a la religión. El de hoy día, el nihilismo total, juega al superhombre que desprecia los valores y celebra la insignificancia de la vida. Pudiera decirse que lo que vivimos es una actitud de hedonismo resignado, una dimisión ante la vida. El hombre no halla saciedad ni aceptación de su mundo y desea escapar de la realidad y disolverse en la nada. En la huida, arrastra al lenguaje y, aun sin pretenderlo, corroe sus formas para dañar también sus significados múltiples.
El Autor es ensayista, narrador y poeta. Miembro del Consejo Consultivo del Círculo de Escritores de Venezuela