Rubén Ackerman: El triunfo de la memoria sobre la muerte

Una lectura del poemario: Los Ausentes de Rubén Ackerman

Por Lidia Salas

Leí el primer poema de Rubén Ackerman en días desesperados. No pretendía consuelo alguno, necesitaba sentir el dolor hasta lo más hondo; las palabras del poeta, ejercían esa triste fascinación. Me habitué a llevar conmigo, la pequeña antología donde aparecían sus versos, para tener a mano la ración de lo amargo. Alguna tarde, me topé con el autor de los poemas que apretaba siempre en el regazo. Nos miramos de lejos, sin cruzar palabras, en la sala de la clínica donde llevaba al ser amado a las radioterapias. La lectura de su libro, Los Ausentes, han traído de vuelta aquellas horas.

Las páginas presentan un racimo de historias. El abuelo Marcos con su pequeña maleta de extranjero; la abuela Raquel como “luz que persiste;” su hermana Silvia y la pregunta: “¿Quién eres ahora detrás de esa vieja fotografía donde sonríes?” El padre jugando el ajedrez con la certeza de “haber nacido en un mundo equivocado;” la madre, cuyo recuerdo lo aguarda “en una de las grietas del Muro de los Lamentos”; los tíos muertos, la mujer, ese “sueño que persiste entre las fauces tenaces del olvido…” Están, Marilyn con sus barbitúricos y Emily con “las cansadas letras del hartazgo” y la muchacha que dice: “soy especialista en cenizas.” También, su maestro y el poeta, a quien recuerda, “como una lejana ráfaga irrecuperable.” y todo aquel que “Anda a contracorriente dando tumbos en las esquinas.” ¿Cómo se transforma tanto daño en un canto?

La pátina de tristeza que envuelve las páginas, como ese gris de la sugerente portada del libro, es la tesitura de la poesía. Igualmente, la cadencia, donde el lector sufre todo el diapasón de emociones: desde la nostalgia por la infancia perdida irremediablemente, hasta la tristeza por sus muertos, pasando por la rabia, la desesperanza y la ternura. Se perciben también, el amor, la compasión, y la empatía, materiales de la vida misma, cuando la palabra se transforma en testimonio, no sólo de la existencia, sino de la muerte. Memoria de la tragedia de una raza, que en el fondo, es la tragedia de todos. La trágica suerte de habitar un mundo de crueldad infinita.

Las páginas de Los Ausentes, testimonian la condición humana en la angustia por la finitud de su destino. Hay en la poesía de Ackerman, un reiterado uso de imágenes que expresan esa disolverse en la nada. “Era tu silencio entre dos espejos / tu plegaria inútil arrebatada por las sombras” Más adelante: “Ahora su susurro se pierde / en un vacío que se desvanece. En las últimas páginas: “No pido más / antes que el tedio me trague…” Finalmente, “Ahora todo se desvanece.” La nada que arrebata las personas amadas, quienes convirtieron la infancia en el recuerdo que trata de rescatar, son los ausentes que atraviesan estas páginas en la materia de las palabras. Testimonio convertido en eternidad mediante el hálito sagrado del poema.

Como marco de los hechos esta el tiempo y el espacio descrito desde la concisión de resumir en un solo trazo, la esencia del recuerdo: “Tu en París después de la guerra…” Y este otro: “jugar debajo de los puentes pestilentes del exilio.” La polisemia de las palabras sugiere en tan breve frase una amplia y oscura realidad. Es memorable la belleza de los siguientes versos: “Vendrán los pájaros en fuga / en septiembre / cuando las hojas caen / y la tristeza se cuelga de las ramas.”

El amor resplandece en la originalidad de las figuras que se emplean: “nuestros cuerpos prolongando la embriaguez / nuestros olores confundidos / era la rosa de los vientos tu rosa” El ojalá, que según Octavio Paz, es la esencia de la verdadera poesía, estremece en las siguientes líneas: “que no falte la mesa de un café casual / donde tú y yo podamos ser nosotros” Pero, es el ruego que se cifra en los versos que siguen, lo que conmueve profundamente:

“…algún día dos amantes extraviados encontrarán

las palabras que nunca me dijiste, en el vertedero

del olvido

y escribirán con ellas su historia de amor

la misma que ahora el destino nos niega.

Que así sea.”

El poeta persiste en la memoria de sus ancestros. Es oportuno señalar cómo expresa dos elementos de la cultura judía. El emotivo recuento del Dios de su abuelo, se convierte en acto de rebeldía contra la herencia de haber sido “el pueblo escogido.” Confiesa textualmente: “El Dios que partió para siempre con tu muerte.”

La culpa, por haber entregado el Mesías a la crucifixión, la asume en el suicidio de un compañero de clases del Colegio Moral y Luces. Escribe: “Me temo David, que todos apretamos / el gatillo que puso fin a tus días.”

Todo proyecto encierra un gesto. Aunque el poeta dice la inutilidad de su escritura. “Con estas palabras que ahora viajan como nubes / desde ninguna parte, hacia ninguna parte” Sin embargo, expresa un humano deseo: “para que se puedan ver en nuestras pupilas / los rostros ausentes de nuestros muertos.” En esta lectura he encontrado no solo los rostros de sus amados difuntos, sino el perfil de los míos. Esta comunión de autor, lector ha sido posible por el oficio logrado de quien escribe. Es uno de los mejores textos leídos en los últimos años. Quizás, estos son tiempos de pérdida y de catástrofe, por eso nuestras voces acompañan el grito del maestro: “tráeme un poco de dignidad para vivir lo que resta” porque “ahora que es imposible tanta ausencia, tanto silencio, tanta noche” apenas queda este puñado de versos, para resistir desde la poesía, vale decir, desde la desgarradura de la belleza.

Lidia Salas

Poeta / Ensayista. Miembro de la Junta Directiva del Círculo de Escritores de Venezuela

Finales de Enero del 2017.

 

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