Hedy Lamarr (1914-2000), por Heberto Gamero Contín

 

Heberto Gamero Contín

Hedy Lamarr (1914 – 2000)

Por Heberto Gamero Contín

19 de enero del año 2000. Tenía ochenta y cinco años.

Y tenía veintitrés años cuando dejó al marido, vendió sus joyas y escapó a América. Sola.

Siempre tuve el temor de morir antes y perder la posibilidad de saber de ella hasta el final de su vida, pero por otro lado no me importaba partir primero si fuera el caso y así ella podría disfrutar de unos años más. ¿Qué es lo que no estaría dispuesto a hacer por Hedy Lamarr? No llegué a conocerla, pero, desde que vi Éxtasis, su quinta película, filmada en 1933 cuando apenas tenía diecinueve años, mi misma edad, nunca dejé de admirarla, de soñar con ella, de vivir para ella. Y la admiraba no porque hubiese sido la primera mujer en el mundo que aparecía desnuda en una película comercial, ni por su hermoso cuerpo ni por la infinita belleza de su rostro, sino por ese atrevimiento, ese desplante, esa encendida inteligencia que brotaba de sus ojos con la naturalidad y la violencia de un volcán a veces dormido a veces en plena erupción. A diario la revivo. Sus fotos cubren las paredes de mi habitación, el marco de la ventana, me sonríen desde el techo cuando aún no he apagado la luz y el silencio de la noche se hace presente con su abrumadora soledad. En aquella primera película, Hedy no solo me embrujó a mí: un imberbe fascinado ante la pantalla que retorcía su boina entre las manos y cuya expresión era solo comparable al título de la película, y que un grupo de amigos calificaba de obsesivo por ir al cine con más frecuencia que al bar, sino también a un hombre de muy pocos escrúpulos, Friedrich Mandl, un millonario, experto en armas y negocios macabros, que no se detuvo ante ningún obstáculo para, literalmente, obligar a la todavía domable Hedy Lamarr a casarse con él. Cretino, como me hubiera gustado tener su cuello entre mis manos y apretarlo y apretarlo hasta que de sus ojos salieran lágrimas de arrepentimiento. Sí, pactó con el padre de la artista (¿le pagó?) a fin de que este la obligara a casarse con él so pena de quién sabe qué castigo. En una de las fotos está desnuda, tomada cuando rodaban Éxtasis. Nunca olvidaré esa escena: ella aparece en un paraje de la campiña checa, los pequeños senos al aire, el cabello abundante, su hermosa cara de niña, nadando en un lago y luego corriendo tras su caballo, Loni, que de improviso, como si alguien le hubiese clavado un par de espuelas en su cuerpo, se había ido al galope llevándose la ropa que ella había dejado sobre su montura. A lo lejos, un grupo de personas filmaban una película. Temerosa de ser vista, Hedy se esconde tras unos matorrales y espera. El director de la cinta corre tras el caballo, lo detiene y regresa en busca de su dueño. La encuentra tras los arbustos, apenada y temerosa. El hombre le devuelve su ropa sin intentar mirar la desnudez de la joven de ojos azules como el borde de una llama, que de inmediato lo cautivaron. El caballo se aleja de nuevo en busca de la yegua que antes lo había hechizado, se acerca a ella, la huele y la acaricia con su cabeza: una tierna alusión a lo que luego pasaría entre la pareja de artistas. La he visto cientos de veces. A veces me levanto a mitad de la madrugada, me echo en el sillón y la veo una vez más, y una vez más. Me hace compañía. Aunque duele saber que ya no está, me sigue haciendo compañía. Hermosa, siempre hermosa, aquí estás de nuevo. Su boca es como la del corazón de un ángel, su cabello negro hace un fascinante contraste con sus ojos, con sus largas pestañas, con los majestuosos arcos que dibujan sus cejas… También yo era así de hermoso ?me río al anotar esto en mi diario?, cuando la edad no era una preocupación y en el gabinete del baño sólo había desodorante, agua de colonia y todas esas cosas; nunca medicinas. Cómo me hubiera gustado ser su amigo, su biógrafo, estar cerca de ella y escribir para ella, intentar curarla de aquella primera y frustrante experiencia. Pero, nunca contestó mis cartas. No la culpo, las mías seguramente eran unas más entre las recibidas por miles de admiradores que como yo querían ser parte de ese otro mundo mágico y privilegiado que ella representaba. Pensemos también que el temor de encontrarse con otro Mandl debe de haberla traumatizado. Cómo se puede tratar a una mujer de esa manera: no le permitía salir, tener amigas, enviar y recibir cartas a menos que antes no las revisara él. Hedy menciona en sus notas que la vigilaba hasta cuando se bañaba. Y cuando salía en viajes de negocios la llevaba consigo para exhibirla como una reluciente joya y no la apartaba ni un minuto de su lado. Sus celos llegaron a tal punto que pagó para que se recogieran las copias de Éxtasis que pudiesen haber en los cines de toda Europa. En resumen, era una prisionera que sólo se podía mover dentro de las cuatro paredes de un castillo de oro. Pobre mujer. Sin embargo un día los guardaespaldas de Mandl se descuidaron y, con la cartera cargada de joyas saltó por una de las ventanas de un restaurante en que celebraban la firma de un negocio más, huyó del lugar y se fue a París y luego a Londres. Europa no le pareció lo suficientemente grande para escapar de su marido: sabía que en algún momento podía encontrarla, por lo que vendió sus joyas y se embarcó hacia los Estados Unidos. Fue lo mejor que pudo haber hecho, ya lo creo. Yo vivía en aquel entonces en Alemania, en Berlín, y trabajaba como ayudante en una librería: limpiaba y ayudaba a vender. En las tardes, al cerrar la tienda, con la condición de que no las arrugara, me podía llevar algunas revistas para mi habitación. Era muy bueno el señor Singer. Teníamos el mismo apellido. Tal vez por eso me adoptó. Me encontró en el orfanato judío de Berlín-Pankow un tiempo después de que muriera su mujer; también su hijo, en la guerra. Yo, por mi parte, no conocí a mi padre, y mi madre murió de tuberculosis; eso me dijeron en el orfanato cuando una vez se me ocurrió preguntar. Tampoco conocí a mis abuelos. Otro día me dijeron que no me quedaban tíos ni primos; fue cuando decidí no tener familia. Qué sentido tenía. Pero había algo que, como ahora y a pesar de todo, me hacía feliz: ver sus fotos, acostarme con las manos entrelazadas a mi nuca y pasearme por cada una de ellas, sentir su mirada desde cada rincón de mi pequeño mundo. Antes de Éxtasis, y antes de que el malvado la secuestrara, había filmado cuatro películas en Alemania, todas extraordinarias: Dinero en la calle, La mujer de Lindenau, Las aventuras del señor O.F. y No necesitamos dinero. Ella le daba a la película el color que no existía en las cintas de aquella época. Extraordinaria. No sólo era una joven y hermosa actriz sino que también había sido una muy buena alumna que había entrado a estudiar Ingeniería de telecomunicaciones con tan sólo dieciséis años. Aún conservo las fotos de aquellos años, aquí, frente a mis ojos, sobre mi escritorio, en todo lo que me rodea, siempre seria, cautivadora, viva y muerta a la vez, como de otro mundo. No necesito más compañía que sus fotos y películas, esa es la verdad, aunque la ilusión de un día conocerla en persona haya desaparecido para siempre. Una ilusión que me empeñaba en mantener a sabiendas de que nunca se materializaría pero, estaba viva, había visto todas sus películas, la había seguido a Norteamérica, le había enviado mil cartas, era uno de los tantos que la saludaba y gritaba su nombre cuando pisaba la alfombra roja… Sí, en aquellas revistas la vi por primera vez y conocí parte de su historia; esas revistas que el señor Singer me permitía llevar a mi cuarto y yo devolvía intactas a su lugar y que apenas podía compraba para recortarlas y empapelar mi vida. Era judía, como yo, su madre era pianista y su padre banquero. No da la impresión de que su familia tuviese problemas económicos pero tal vez sí morales. Quizás pensaban que entregándola a un multimillonario con supuestas buenas intenciones su hija dejaría de hacer películas que mancillaran el buen nombre de la familia, y el de ella misma. Es posible. Casi lo logran. Su verdadero nombre era Hedwig Eva María Kiesler y desde muy pequeña fue considerada una superdotada. Se dice que a los cuatro años desarmó y armó de nuevo el reloj de su padre con increíble facilidad. Ah, qué niña, ya desde pequeña se comportaba como una fierecilla. Se puede creer en estos detalles si tomamos en cuenta que a la par de su carrera como actriz mi querida Hedy se convirtió en una notable inventora: lo más trascendente que inventó y de lo que hoy más que nunca se beneficia la humanidad fue un sistema de comunicaciones secreto con la idea de disparar torpedos y misiles teledirigidos por radio con señal indetectable por el enemigo, hecho que quedó registrado bajo la patente número 2.292.387 con fecha 11 de agosto de 1942. Pero, ¿por qué Hedy tomó este camino? ¿Tenía alguna razón especial para ello? Desde su punto de vista la tenía, eso imagino: no olvidaba los sufrimientos de los que había sido víctima por parte de Mandl, tampoco la lealtad debida a los Estados Unidos, país que la había acogido como una más de sus habitantes. En aquellos viajes de negocios, donde su marido la obligaba a acompañarlo y a estar presente hasta en las conversaciones más privadas para tenerla a la vista, la inteligente Hedy Lamarr grababa en su cabeza todo cuanto escuchaba; cada vez que tenía oportunidad con gran astucia preguntaba y recababa información extra y privilegiada de otros clientes y proveedores que invariablemente asistían a estas reuniones e, incapaces de resistirse a los encantos de la hermosa dama, hablaban sin tapujos sobre sus proyectos e incluso, al oído, para embriagarse con su olor, de sus secretos más reveladores, como podían ser los pormenores de la tecnología armamentista de aquellos años. A la sazón todos sabían que el multimillonario Friedrich Mandl proveía municiones, aviones de guerra y sistemas de comunicación a Adolf Hitler y a Benito Mussollini, con quienes, más allá de los negocios, mantenía una amistad personal. ¿Qué mejor forma de compensar o intentar mitigar los agravios sufridos por parte de su primer marido, de detener aquellos terribles homicidas, que ofreciendo a sus benefactores toda la información que había recabado a lo largo de cuatro años de “esclavitud”? Ninguno de los que integraban aquella camarilla de horror imaginó que detrás de su cara bonita se encontraba una potencial enemiga. Su invento entonces, también llamado Técnica de comunicación de frecuencias o Salto de frecuencias, fue ofrecido a los americanos, que a los pocos años lo perfeccionaron pasando de un sistema mecánico a uno eléctrico, lo que les permitió aplicarlo con éxito en sus comunicaciones, proyectos militares y, más allá de eso, al pasar de los años, algo que quizás nunca Hedy imaginó, aplicarlo también en la telefonía celular, incluyendo la comunicación de datos hoy día conocida como Wifi. ¡Qué personaje! A pesar de su drama matrimonial y de su aventurada salida de Europa, se podía decir que era una mujer con suerte: en el barco donde huía, ya libre de todo temor, conoció a Louis B. Mayer, empresario de la Metro Goldwyn Mayer, quien seguramente, como yo, también era su admirador. No quiero saber lo que pasó en aquel barco, pero las revistas anunciaron que después de la larga travesía Hedy Lamarr llegó a los Estados Unidos con un contrato por siete años. ¿Celoso? Sí, por un tiempo lo estuve. Pero, la verdad, fue lo mejor que le pudo haber pasado a mi querida amiga. Además, quién puede juzgarla. Le esperaba la vida que había soñado: paz, fama, fortuna y mucho trabajo; filmó treinta películas, entre ellas la famosa Sansón y Dalila, compartió el escenario con los grandes de la época, inventó cosas importantes, tuvo todo lo que el viejo continente le había negado… Y se retiró joven, cuando aún las arrugas no habían surcado su rostro y el brillo de sus ojos no se había opacado. Así la recuerdo.

¿Yo? Volví a Europa cuando supe que sus restos habían sido trasladados a Viena. Nunca la conocí pero, no sé cómo explicarlo, no podría estar lejos de ella. No sería vida. Mientras espero que se extinga mi luz continuo mirándola tan hermosa como siempre en las paredes de mi habitación, en los portarretratos sobre mi escritorio, en el marco de la ventana y, en las noches, antes de acostarme, antes de apagar la lámpara y encontrarme inmensamente solo, escribiéndole cartas que ya no le envío pero que me ilusiona conservar.

Nada remediaré con lamentaciones, pero Hedy Lamarr se casó en seis oportunidades. Sí, tuvo seis esposos. Y ninguno pudo darle lo que yo tenía en abundancia.

4 comentarios

  1. Disfruté el texto. Pertenezco a esa generación que creció admirando las grandes actrices del cine. El relato se estructura mediante un lenguaje evocador, que anuda la vida de la estrella y de su admirador. Muy bueno.

    1. Gracias, Lidia. Disfruté mucho escribiéndo este relato. El narrador se fue enamorando de ella paulatinamente, hasta que quedó preso en la nube.

  2. Gracias al Círculo de escritores de Venezuela por la por la publicación de mi relato sobre Hedy Lamarr, parte de mi libro sobre Inventores. Fue una gran mujer: hermosa, inteligente y con la que la humanidad todavía está en deuda.
    Heberto

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