Prólogo de Estos son los nombres, inédito de Alfredo Pérez Alencart

Por Alfonso Ortega*

La vez primera que, en una lengua europea, la griega, recurre la hermosa palabra prólogo, fue en el teatro griego, en sus representaciones dramáticas, según testimonio fiable de Aristóteles en su Poética (12, 1) y Retórica (3,14, 1). Antes de iniciarse la primera acción escénica, en su forma más antigua, tragedia o comedia, un solo actor abría el espectáculo para dar noticia escueta, pero esencial, de la trama general de la obra, sin ofrecer claves reveladoras, dando siempre opción y derecho a la tensión requerida, además de suplicar agradecidas disculpas para las deficiencias y errores de autores y actores. Como para sí mismo deseaba, por vez primera en la lengua de Castilla, Gonzalo de Berceo en su principal obra Vida de Santos, con su cuaderna vía.

La pretensión de todo prólogo, supuestas adelantadas disculpas, consiste, según los componentes del vocablo pró-logo, razonamiento previo para la comprensión del texto, del principal pensamiento e ideas conductoras de la trama, del hilo o tejido, como indica esta preciosa metáfora. Recuperando el número diez, que Virgilio hizo clásico para la Historia de la Literatura Latina en sus diez Églogas, diez son también, como en las Tablas de la Ley Mosaica, lo que bien podría denominarse estampas vivas del alma de un poeta, de Alfredo Pérez Alencart.

Cada una de ellas, con su inicial apelación imperativa a ÉL -a quien se nombra, sin nombrarlo en parte alguna del texto, como se muestra en el interior del texto: II 5, nútreme; condéname, Ábreme; III 2, 7; Aparta de mis mañanas; IV 6; Despiértame, y abrígame; V 12, 13; rebélate; VI 2; y átame, VII 1; Enlístame, devora, y regálame, VIII 10, 13; Ayúdame, ayúdame, X 12, 13. EN NOMBRE DEL HIJO es el dramático monólogo, con esperada y urgente respuesta necesitada, abierto en infatigables imperativos, con la impetuosidad de ritmos yámbicos, acentualmente ascendentes, podríamos decir al gusto de un clásico latino, sin excepción alguna al comienzo de cada una de estas intensas y clamorosas efusiones del alma, como infrenables torrentes del corazón creyente, en los que apenas hallan reposo estilístico dentro de las sobrias puntuaciones mayores, cual revelan ellas en sus reiteradas ausencias. Porque aquí no caben artificios. También el corazón tiene sus propias normas y estilo. Pues todo es aquí alma en vilo, fe profunda y desazón creante, esencias culminantes y tajantes sorpresas. Con los acumulativos gerundios, delatando tensiones y acciones incesantes.

Casa en Bedar, España

Importa proceder con orden, como avisaba Ortega y Gasset en su visita a El Escorial. Porque también aquí nos desafían sustancias objetivas. Es recordación veraz y legítima, cuando se pretende introducir método, abrir camino a la contemplación de estos ciento treinta y tres versos de EN NOMBRE DEL HIJO. Si la forma ha de ser exigencia del contenido y el contenido a su vez interioridad de la forma, son manifestación sensible de estas diez revelaciones del alma, como es palpable, las ardorosas e imperativas apelaciones del poeta en busca de auxilio apremiante, en estas estancias, que exceden, en número y sílabas, prescripciones tradicionales, y realmente representan cauces nuevos para tantas incontenibles emociones del espíritu. Materialmente impresionan las veintitres formas gerundivas, insinuadoras de actividad y eficacia permanentes, interminables, que desafían categorías temporales, aun a costa de las catorce sílabas tradicionales del esquema literario, pero abriendo más ancho cauce a los desbordantes anhelos del alma, ahora en predominantes diecisiete sílabas en cada uno de sus versos; los extensos períodos o frases con estructuras sintácticas extensas, de un solo aliento, gracias a esos insistentes gerundios en un solo período: yendo y viniendo, recibiendo, haciéndose, desbautizando. O los clamorosos imperativos, frente a la desolación y el desamparo al principio de cada estancia: Descorázame, I, 1; Adviérteme, II, 1; Señoréate, III, 1; Desclávate, IV, 1; Respóndeme, V, 1; Rebélate, VI, 1; Enmiélate y átame, VII,1; Enlístame, VIII, 1; Compréndeme, IX,1; Ayúdame, X, 1.

Si el análisis gramatical y de técnicas literarias se hallan al alcance de todo entendido lector de poesía, de mayor y más esforzada tarea sería la exposición debida al impresionante contenido religioso, de ascesis y de mística, en estos textos palpitando. Casi con sacrificio de sí mismo el poeta, que tan intensamente siente y piensa, desearía -aunque no parece sea posible-, dejar de sentir: Descorázame el corazón (I, 1), quitarse la coraza de hierro del corazón, que de tantas lamentables experiencias inmuniza. ¿Será esta súplica el reconocimiento cabal de irrealizables tareas? Porque, ¿quién posee poder tan alto como para levantar en vilo al mundo o apaciguar barbaries? Dicho todo ello de modo infatigable, sin puntual reposo sintáctico, desde la primera a la última palabra (I, 1-13).

Con menor urgencia sintáctica, con puntuación mayor en el cuarto verso, el poeta conocedor de las contrarias razones del corazón, suplica advertencias, cuando no sepa acudir a la defensa de Él, con toda tu realidad posible, del Dios rogado sin nombrarlo, suplicando tras el balbucir de palabras extinguiéndose, aunque no aparezca el nombre del Invocado (II, 1-4). Para ello sería necesario nutrirse, de lo que no es estrella ciega, de cuya luz se ilumina la larga petición, que parece insaciable en el poder, sin fatiga, de los nueve versos siguientes (5-13).
El poeta conoce fronteras y límites y, sin embargo, solicita apertura al silencio del ateniense -y paulino-, Desconocido e innombrado en estos versos, aunque Él se halle presente a toda acción del hombre. Mas no sin antes haber solicitado el ser aherrojado a cadena perpetua, cuando los ojos, la lengua y el oído se hacen venables; renuncien a delatar el delito demoníaco, la soberbia, la venta de sí mismo, y el lujo que adormece y embota. De estas redes sólo cabe libertad con la súplica apremiante: Ábreme tu silencio (III, 7), en un ruego incansable, sin puntos de reposo, hasta el final de esta parte segunda (8-13). Porque tiempo es entonces para cantar un salmo desconocido, que recuerde la obligación solidaria a favor del vientre de los necesitados, de gargantas destinadas a tragar restos del festín / de quienes delictuosamente -se dice aquí en este insólito adverbio heptasílabo (¿recién creado?)-, ignoran tus hechos.

En este tono intenso y energía representativa, alguna orientación sugieren las impresiones de una primera lectura para aumentar la urgencia por soluciones divinas. Así lo proclama el poeta con intenso y creciente desasosiego, con un profundo lamento interior aflorando a los dedos, al encuentro de deseables soluciones, una y otra vez abriéndose en la primera palabra que da el tono al pensamiento: Respóndeme (V), Rebélate (VI), Enmiélame (VII), con sus infatigables estructuras de un solo período literario, anhelantes, que fluyen como torrentes incontenibles, desde el comienzo hasta el final desbordando el centro. O desde éste, anafóricamente, hasta casi su reposo en el último verso: Enlístame (VIIII, 1 y 10). Y en esta desazón interna, que casi podría generar, no se diga pesimismo, pero acaso tristeza profunda, nostalgia, que vale tanto, como indica esta palabra, dolor y desazón porque retorne el bien gozado o deseado ¿Quién ha dicho jamás algo parecido? (IX, 13): Un viento sedoso zarpa y cabecea el manzano del alma mía. O esto otro (VII, 1): Enmiélame angélicamente y átame a tu senda polvorienta. O en la última estancia (X): Ayúdame a ayudar todas las jornadas puertas afuera (v.1), con su anhelante conclusión: Ayúdame, hermano, que hablo a solas en tus aurículas./ Ayúdame, hijo de las esencias: cumplo horas de guardia.

Ayúdame a ayudar, aun a costa de poner mesura a lo que de sí mismo parece ingobernable, como es la magnitud del entusiasmo, algo paradójico, puesto que entusiasmo, como palabra griega, vale tanto como vivir en los dioses, en Dios, en trascendencia divina para entender bien y tomar parte en el dolor de todos los hombres.

He aquí al poeta que conoce su compromiso sin relevo. Porque es para él revelación inalterable, con el tradicional aleteo de inspiración divina y poética. Bien vale rememorar aquí al abderita Demócrito: Lo que un poeta escribe, lo escribe con arrobo y con un soplo divino, que es ciertamente hermoso (Fr. 18).

* Alfonso Ortega
Friburgo de Brisgovia, Alemania

*Prólogo al libro ESTOS SON LOS NOMBRES, inédito de Alfredo Pérez Alencart

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